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Julian del casal

Julián del Casal

Biografia
Notas

 

Aquel nombre tan bello que al pie de los versos tristes y joyantes parecía invención romántica más que realidad, no es ya el nombre de un vivo. Aquel fino espíritu, aquel cariño medroso y tierno, aquella ideal peregrinación, aquel melancólico amor a la hermosura ausente de su tierra nativa, porque las letras sólo pueden ser enlutadas o hetairas en un país sin libertad, ya no son más que un puñado de versos, impresos en papel infeliz, como dicen que fue la vida del poeta.

-Martí

 

 

Nació el 7 de noviembre de 1863 en la Habana, Cuba. Fue una de las más importantes figuras del modernismo, principalmente en el ámbito de la poesía, sin embargo también cultivó la prosa.

 

Algo que lo marcó gravemente fue que a los cinco años quedó huérfano de madre y fue internado años después en una escuela religiosa. Otro golpe muy fuerte que tuvo fue la muerte de su padre cuando tenía 22 años. Hechos que lo inspiraron para manejar como tema de su poesía: la tristeza y la melancolía.

 

Tuvo acceso a educación de calidad y alcanzó el grado de bachiller en 1880, se metió a estudiar Derecho en la Universidad de la Habana, pero debido a los graves problemas económicos que enfrentaba su familia se vio obligado a rescindir del estudio.

 

Conocía ampliamente el francés y leyó a Teófilo Gautier, Teodoro de Banville, Leconte de Lisle y sobre todo a Baudelaire, quien influyó más en su poesía, por ello mismo se alejó de los poetas de su mismo idioma.

 

Desde 1881 comenzó a colaborar en algunas revistas y periódicos, tales como El Ensayo, El Museo, La Habana Elegante, El Fígaro, El País, La Discusión etcétera; algunos de sus seudónimos fueron Hernani, Alceste y El Conde de Camors.

 

En 1888 viajó a Madrid con la intención de después visitar París, sin embargo no fue lo que él esperaba y decidió regresar sin viajar a Francia, aun así este viaje no fue en balde pues trabo amistad con Salvador Rueda y Francisco A. de Icaza.

 

En 1890 publicó su primer libro de poemas, Hojas al viento y en 1892 publicó Nieve “que lo consagró como uno de los más calificados exponentes del modernismo hispanoamericano”[1]. Por este tiempo se encontró personalmente con Rubén Darío (de quien ya tenía noticias por unos poemas publicados) en la Habana, de todos los modernistas, fue a quien más aprecio le tuvo y con quien se mantuvo en contacto a través de cartas; pues se sentía muy identificado con él y su forma de ver el mundo; ambos se respetaban y admiraban francamente.

 

Julián del Casal expresaba en su poesía “su desencanto de la vida, su tedio incurable, su mortal pesimismo; y sólo su profundo amor al arte, que le propicia el deshago de su implacable neurosis, le hacía tolerable la existencia”[2]; y con respecto a la prosa (la crónica y la narrativa) ocurría algo un tanto diferente, pues se divertía con las frivolidades, con los salones elegantes, la belleza, el lujo o incluso a través de ellas contaba sus problemas con otros personajes de su tiempo, haciendo uso de su “gracia e ironía criolla”[3].

 

Era un inconforme de su realidad y se obsesionaba por la muerte y lo fatal, e irónicamente murió de risa  el 28 de octubre de 1893 poco antes de cumplir los 30 años, al reírse fuertemente  de un chiste contado por algún amigo, lo cual hizo que se le rompiera un aneurisma  que le provocó la muerte.    

 

 

 

 

 

 

 

Notas

 

[1] Ángel AUGIER, Julián del Casal. Páginas de vida poesía y prosa, Biblioteca Ayacucho, 2007, p. XVII

 

[2] Ibíd., p. XVIII

 

[3] Ibíd., p. XL

Com Cronica

Comentario a "Crónica"

 

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Esta crónica publicada el 2 de junio de 1889 habla principalmente del recuerdo de una bella mujer. Algunos rasgos sobresalientes:

 

  • Uso de lenguaje muy refinado y lleno de metáforas propias  del modernismo, “dientes nacarados” “labios purpúreos” “como bandada de cisnes”.

  • Traslación de los sentidos (sinestesia).

  • Descripción sensual de la mujer, vista además como un ente inteligente, culto, interesante y malicioso.

  • Atracción irrefrenable hacia la mujer.

  • Sentimiento de extrañeza al regresar al lugar de origen.

  • Exotismo representado por las constantes alusiones a Japón.

  • Mención a la prostitución.

  • Sentimiento de melancolía.

 

 

Cronica

 

Crónica

 

Buscando ayer, por los rincones de mi cerebro, asunto para esta crónica, sentí surgir del fondo de mi memoria, con la tristeza del recuerdo y el esplendor de la distancia, como bandada de cisnes, en noche sombría, de las ondas oscuras de un lago, al furor ambarino de la luna, el recuerdo fugaz de días anteriores, pasados en compañía de la más hermosa, de la más altiva, de la más encantadora y de la más espiritual de las mujeres. Ella ha estado, por largo tiempo, entre nosotros. Vivía oculta, como planta exótica, en regio invernadero, rodeada de una corte pequeña de admiradores. Todos experimentaron, con insólita paciencia y amarga voluptuosidad, el yugo de su belleza y la fascinación de sus encantos. Era una Recamier a quien le ha faltado su Chateaubriand. Hoy, que un bajel la conduce, en su seno amoroso, hacia el país de sus ensueños, donde florecen, como en el de Mignon, el verde mirto y el copioso laurel, puedo hablar de ella, sin pronunciar su nombre, porque nunca me lo perdona- ría, tratando de poner en relieve sus asombrosas cualidades.

 

Hace algún tiempo que la conocí, en su propia casa, a los pocos días de volver a estas playas que la vieron nacer. Tenía el desarrollo de la rosa abierta, próxima a caer del tallo, pero exhalando todavía su perfume primaveral, su cuerpo ostentaba la majestad que impone y la elegancia que seduce. La naturaleza le había regalado una cabellera oscura, rizada por sí sola, como las ondas marinas, que caía majestuosamente sobre sus espaldas; unos ojos negros y rasgados, con el brillo del terciopelo, húmedos de voluptuosidad; una boca pequeña, de labios purpúreos y sonrisa maliciosa, iluminada por el brillo de sus dientes nacarados; y una barba correcta, cubierta de finísimo vello, como la corteza del albérchigo, donde se acentuaba su energía atemperada por la gracia y la delicadeza femenina. Su fisonomía inteligente, adivinaba los más recónditos pensamientos de sus interlocutores. Y de toda su persona, como de un cofre de madera preciosa, acabado de abrir, emanaba ese perfume enervante y confuso, desprendido de su piel aterciopelada, de sus encajes primorosos y de sus esencias sutiles ya evaporadas, ese perfume de mujer elegante, que embriaga como un vino exquisito y se infiltra por los poros de nuestra carne sensual.

 

Después de haber pasado su vida en las grandes capitales europeas, volvió a La Habana, siendo una extranjera en su propio país. Temía ser tachada de excéntrica y no se presentaba en los salones. Establecióse luego, en modesta casa, fuera de la población. Al poco tiempo, la había transformado en el nido más delicioso que se puede soñar. Su saloncito, mezcla de alcoba elegante y de estudio pictórico, se abría al frente de un jardín, sombreado de árboles y de plantas floridas. Ofrecía un conjunto bastante original. Fino papel de color gris perla, rameado de flores otoñales, cubría la desnudez de las paredes, anchas cortinas, de un rojo sombrío, colgaban de las ventanas copiando en su transparencia la silueta robusta de los árboles hojosos. Una lámpara de bronce, con esmaltes japoneses, compuesta de tres luces, arrojaba su límpida claridad, cuyo brillo atenuaban las pantallas de matices pálidos, que coronaban los globos de cristal. En un ángulo del salón, sobre un caballete de madera, incrustado de bronce, descansaba el retrato de aquella mujer, vestida de japonesa, con su peinado alto, atravesado de horquillas de oro, bajo el quitasol abierto, pintado de cigüeñas y de mariposas. En otro extremo, una planta tropical, en un vaso japonés, abría el abanico de sus hojas verdes. Un piano abierto despojado de la simana de seda roja, bordada de oro, mostraba la blancura de sus teclas. Espejos venecianos, con marcos broncíneos, donde revoloteaban ligeros amorcillos; jarrones de porcelana chinesca ornados de dragones y quimeras; mesas de laca, incrustadas de nácar, cubiertas de un pueblo de estatuitas; todo lo que la mente sueña, el arte encanta y la riqueza proporciona se hallaba colocado, como por manos de rubí, en aquel lugar.

 

Allí, en aquella estancia, donde se respiraban, como en adorado santuario, perfumes enervantes, recibía a sus admiradores. Vestida elegantemente, con su traje de castellana, hecho de una bata de gasa blanca, sujeta con un cinturón imperial, sobre la cual caía una polonesa de seda, bordada de flores, sin abrocharse por delante; se colocaba indolentemente en ancha otomana, entre cojines perfumados, mostrando su lindo piececito, cubierto de medias finísimas, sobre una banqueta de terciopelo azul, guarnecida de flecos de oro. Parecía una reina de los antiguos decamerones. Su cetro era un abanico de plumas, polvoreado de chispas de piedras preciosas. Un ramillete de flores, colocado en su seno, se deshojaba lentamente, al compás de sus movimientos, arrojando sobre la delantera blanca de su traje una lluvia perfumada de pétalos rosáceos, carmíneos y morados. Y las horas pasaban, aladas y alegres, en tan deli ciosa compañía, hablando de todo, hasta de los temas más peligrosos, que ella bordaba de anécdotas interesantes, de pudores exquisitos, de variaciones oportunas y de reticencias encantadoras.

 

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Donde quiera que viva, ya en la patria, ya en el extranjero, guardaré eternamente su recuerdo, como el náufrago conserva el de la estrella polar que alumbró su camino, en horas de tribulación, mostrándole compasiva su rosa de fuego entre las tinieblas profundas de la noche y sobre las olas encrespadas del abismo.

Com Los funerales

Comentario a "Los funerals de una cortesasna"

 

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Esta crónica publicada el 20 de noviembre de 1887, habla claramente del rey Luis XV de Francia, quien a lo largo de su vida tuvo muchas amantes, entre las cuales destaca Madame Pompadour, quien influyó políticamente en las decisiones del rey (recibiendo a cambio títulos y tierras), aunque fue amante pocos años le sirvió de confidente durante mucho tiempo más, sin embargo murió medianamente joven en muy malas condiciones. Y la condesa de Dubarry se refiere a la última amante favorita del rey. Algunos aspectos sobresalientes:

 

  • Uso de metáforas y lenguaje refinado

  • Comparación entre los dos escenarios (en la recamara y el exterior) acorde a lo que está aconteciendo en cada lugar.

  • Referencias a lugares de París.

  • Demostración del poder que puede obtener la mujer a través de sus armas de seducción, aunque finalmente es sustituible, como un objeto.

  • Cambio repentino que puede tener el destino, fugacidad de la vida.

  • Sentimiento de crueldad,

  • Mención a la muerte, triste, fría y sola.

 

Los funerales de una

Los funerales de una cortesana

 

Tras la cortina de terciopelo carmesí, guarnecida de flecos de oro, que ornaba el marco de un balcón de la regia estancia, se hallaban juntos, en fría tarde invernal, arrullados por las ráfagas heladas del viento y por las gotas de lluvia que golpeaban los cristales empañados de las ven- tanas, un monarca de eterna recordación y la última de sus favoritas. Él se llamaba Luis XV y ella la condesa de Dubarry.

 

La favorita, envuelta en lujoso abrigo de pieles, apoyaba el brazo en mullido cojín de seda azul, bordado de flores plateadas; el príncipe, vestido de gala, se había tendido sobre ancho diván de damasco, prodigando a la bella pecadora todas las ternuras y todos los anhelos de su alma enamorada.

 

Al cabo de algún tiempo, se incorporó el monarca –arreglándose la empolvada cabellera, cuyos rizos habían deshecho los dedos ebúrneos de la Dubarry– y se detuvo en el umbral del balcón.

Un espectáculo triste se presentó ante sus ojos.

 

A lo lejos, entre los árboles del camino, desnudos de hojas y vestidos de escarcha, se veían pasar, al reflejo moribundo de la tarde, cuatro humildes capuchinos que llevaban pobre ataúd de madera, cubierto de paño negro y tachonado de estrellas.

 

Dentro del ataúd iba el cadáver de madame de Pompadour.

 

Ella, había sabido elevarse desde el hogar de humilde carnicero hasta las gradas del trono; que era la diosa del bosque de Senart, donde se presentaba con un halcón en la mano, semejante a las antiguas castellanas; que para cambiar el orden de las cosas no tenía más que pronunciar una sola frase de amor; que había sido la Madona de los grandes hombres de su época, como María lo es de los cristianos; que sabía ejercer las funciones de la diplomacia tan bien como las de la galantería; que merece el nombre de Hada de la Frivolidad por haber creado un mundo de preciosidades artísticas, bajó al sepulcro, en el más bello período de su existencia, revestida del burdo traje de la tercera orden de San Francisco, con el grueso rosario a la cintura y la cruz de madera entre las manos, siendo enterrada, por orden suya, en pobre fosa del convento de capuchinos de la plaza de Vendôme.

 

Cuentan que el rey, al retirarse del balcón, exclamó fríamente, besando las mejillas coloreadas de la Dubarry que se había reclinado en sus hombros:

 

—¡Pobre Pompadour! ¡Qué frío va a sentir esta noche en su sepulcro!

 

Com Albun de la cd

Comentario a "Álbum de la ciudad"

 

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Crónica dedicada en parte a Ina Lasson, quien es protagonista de algunos versos suyos, ella fue una violinista que se presentó en la Habana y con la que se rumoró tuvo un amorío. Algunos aspectos importantes:

 

  • Uso de metáforas y lenguaje propio del modernismo “estremecimientos voluptuosos” “enjambre de sueños azules”

  • Descripción de la naturaleza como un gigante imparable y a la vez hermoso.

  • Fugacidad del día, así como de la propia vida; además de la prisa con la que las personas viven, sin detenerse en los detalles de la  naturaleza.

  • Descripción sensual y hermosa de la mujer, que atrae irremediablemente al género masculino.

  • Competencia de belleza entre las propias mujeres.

  • Mención del hachís como generador de bellas visiones.

  • Abstracción del tiempo al contemplar la verdadera belleza.

Album de la cd

Álbum de la ciudad

 

I

FRÍO

 

Anochece. El disco rojo del sol, como redonda mancha de sangre, caída en manto de terciopelo azul, rueda por la bóveda celeste hasta borrarse en el mar. La atmósfera se impregna de perfumes invernales. La niebla envuelve, en su sudario de gasa, agujereado a trechos, las cumbres empinadas de las montañas lejanas. El viento agita las copas de los laureles, alfombrando las alamedas de hojas amarillas y plumas cenicientas. Los gorriones tiritan en sus nidos. Se oye a lo lejos el mugido imponente del mar, cuyas ondas verdinegras, franjeadas de blancas espumas, se hinchan monstruosamente, se levantan majestuosas y se estrellan en las rocas puntiagudas.

 

Desde la puesta del sol, el silencio se difunde por las calles. No se oye más que el rodar de los coches, el silbido de los ómnibus y la vibración de alguna campana. Los transeúntes, calado el sombrero hasta las orejas, metidas las manos en los bolsillos, alzado el cuello de terciopelo del gabán, son cada vez más raros. Ninguno se detiene un instante. Todos marchan de prisa, como si temieran llegar tarde a una cita dada por una mujer hermosa, apasionada y febril, que irritada por la tardanza, se entretendrá en deshojar las flores prendidas en el corpiño, en rasgarse las uñas sonrosadas o en quebrar las varillas del abanico.

 

Amoratando los rostros, entumeciendo los miembros y rajando los labios, el frío se propaga, sin temor al gas, sin compasión para el pobre y sin respeto al hogar. Quiere penetrar a la fuerza en todas partes. Pero se le da con la puerta en las narices. Entonces se queda solo en las calles, haciéndonos desertar de ellas porque nos obliga a refugiarnos en algún café, en algún salón o en algún teatro.

 

II

EN TACÓN

 

Son las ocho de la noche. Ante el pórtico del regio coliseo, iluminado por los brillantes fulgores de las luces eléctricas, se detienen algunos carruajes, deponiendo a cada momento, en las losas plomizas, los cuerpos abrigados de elegantes mujeres, que con la sonrisa en los labios y la pasión en los ojos, avanzan majestuosamente hacia el interior, dejando a su paso ese aroma enervante de piel femenina, que nos sube a la cabeza, se infiltra en nuestros poros y nos hace sentir estremecimientos voluptuosos.

 

Apenas se alza el telón, permanecen inmóviles en sus asientos, cortan los diálogos entablados y concentran en la escena todos sus sentidos. De vez en cuando se oyen crujir los goznes de una puerta, entra otra hermosura y atrae las miradas. Todos los anteojos irisados con los fulgores de la araña, convergen hacia la recién venida, hasta que aparece, en el proscenio, la señorita Ina Lasson, rival de todas en hermosura y en elegancia.

 

De pie, en primer término, detrás de las ardientes candilejas se presenta vestida de blanco como Beatriz, sintiendo el temor del cervatillo ante los ojos de cien mil cazadores. Nadie se atreve entonces a respirar. Inclinada la rubia cabeza ante el público, esparce en la sala una nube de armonías, donde flota un enjambre de sueños azules y de visiones más bellas que las de hachís. Es una mujer como Juana de Arco, que parece tallada para las grandes empresas. No hay blancura comparable a la de su rostro, pudiendo decir de ella, como un poeta español de la marquesa de Dos Hermanas, que: “Es tan blanca y tan bella que parece/ que a través de su ser pasa la luna”.

 

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Terminada la representación sentí un ligero golpecillo en la espalda, volví la cabeza y vi delante a uno de los porteros.

 

—Caballero...

—¿Qué se ofrece?

—Se va a cerrar el teatro.

—¡Ah! ¡es verdad...!

 

La belleza de Ina Lasson había clavado mi cuerpo en la luneta y trasportado mi pensamiento a otro mundo mejor.

 

com croquis

Comentario a "Croquis femenino. Derrochadora"

 

 

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Esta crónica publicada el 9 de junio de 1890, habla (como el mismo título lo indica) de la descripción de la personalidad femenina. Algunos aspectos importantes:

 

  • Uso de lenguaje y metáforas refinadas “sus labios purpurinos” “rodeados de violáceas aureolas”

  • Descripción sensual del cuerpo femenino.

  • Artificialidad y lujo en el arreglo de la mujer, que logra atrapar la mirada del hombre y verla como una deidad.

  • Desencanto y hastío de la mujer ante todo (vació interior), encontrando consuelo en comprar sin ningún límite y sin preocuparse por el futuro; sin embargo esta obsesión por las compras puede distraer su pensamiento de alguna pasión secreta, aunque al final la mujer es una incrédula del amor.

 

 

Croquis femenino

Croquis femenino

Derrochadora

 

 

 

Apenas entreabre los párpados, rodeados de violáceas aureolas, bajo el pabellón de seda roja, flordelisado de oro, que cuelga de la cabecera de su lecho imperial, donde su cuerpo oculta, entre ondas de encajes, su ligereza nerviosa, su corrección estatuaria y su blancura de rosa té; espárcese los cabellos por las espaldas, álzase las hombreras de su camisa y salta rápidamente sobre la alfombra, aplicando el dedo al botón amarfilado de próximo timbre eléctrico que produce un sonido agudo, lejano, estremecedor.

 

Al oír el retintín, acude la doncella. Y mientras la envuelve en su bata de felpa malva, para conducirla al baño; mientras la sumerge en la bañera de jaspe, donde recobra las fuerzas perdidas en sus noches de insomnio, mientras le frota la piel con esencias orientales; y mientras la retiene ante la luna veneciana de su tocador, para peinarle su cabellera, ceñirle un nuevo traje y colocarle diversas joyas, hasta convertirla en una de esas deidades que, al encontrarlas en la calle, nos hacen volver el rostro, lanzar un grito de asombro, temblar de arriba a abajo y abandonarlo todo por seguir tras sus pasos; ella combina interiormente el programa del día, pensando en las tarjetas que ha de enviar, en las visitas que ha de devolver, en las fiestas a que ha de asistir y, sobre todo, en los objetos que ha de comprar.

 

Esperando el almuerzo, hojea los diarios, dicta órdenes, se arroja en una butaca, se levanta de seguida, corre a mirarse al espejo y se sienta a la mesa al fin. Nada lo encuentra a su gusto. Todo le parece insípido, frío o mal sazonado. Hasta el ramo de flores que acaban de subir del jardín para colocarlo en un búcaro que se levanta en el centro de la mesa, se le antoja que está marchito, deshojado, sin olor. Sólo se reanima al tomar el café. Absorbida la última gota, su cuerpo se yergue, sus mejillas se encienden, sus pupilas chispean y una sonrisa entreabre sus labios purpurinos, dejando ver una sarta de dientes pequeñitos, nacarados y puntiagudos.

 

Colocada la capota, echado el velillo sobre la faz y el quitasol de seda entre las manos, emprende entonces su peregrinación a través de los primeros establecimientos de la capital. Nunca va en coche, sino a pie. El movimiento del carruaje excita su sistema nervioso. Y en cada tienda, halla algo nuevo que comprar. Ya es un brazalete regio, digno del brazo de una Leonor de Este; ya un abanico ínfimo, propio de una sirvienta; ya un cuadro antiguo, procedente de una familia arruinada; ya una estatua de yeso, comprada en un bazar; ya una tela magnífica, salida de la mejor fábrica europea. Jamás discute los precios, ni se detiene a examinar el mérito de las cosas. Desde que penetra en un establecimiento, siente algo semejante a un vértigo, que la arrastra de un extremo a otro, le oscurece la razón y le infunde el deseo de llevarse todo lo que mira, palpa o percibe a su alrededor.

 

Y, al regresar a su casa, entretiénese en abrir los paquetes, extraer los objetos y colocarlos en distintos sitios, sustituyendo los nuevos por los viejos, prefiriendo unos, desechando otros, hasta que la pieza decorada tome nuevo aspecto, siquiera sea por algunas horas, puesto que al día siguiente ha de recomenzar la misma peregrinación y la misma faena, sin que se interponga jamás ante su razón el espectro de la miseria que se aproxima, el de la vejez que viene detrás y el de la muerte en un hospital, sin mano amiga que cierre sus ojos, ni ojos piadosos para verter una lágrima en su fosa solitaria.

 

Aunque la ciencia reconozca, en esta fiebre del derroche, uno de los síntomas de la locura, su vida privada no ofrece ningún rasgo alarmante, salvo el del hastío que, como un velo negro, se cierne al poco tiempo sobre esos mismos objetos que se complace en buscar, en poseer y hasta en destruir.

Pero ¿quién está libre de esta última dolencia?

¿Será tal vez la causa de su prodigalidad, el deseo que experimenta de distraer el pesar de alguna pasión contrariada, de ésas que a nadie se revelan, de ésas que nadie adivina pero que se llevan siempre, como un peso enorme, en lo más recóndito del corazón? Quizás. Pero cuando se habla delante de ella de los goces supremos del amor hay tal ironía en la sonrisa aprobatoria de sus labios y tal incredulidad en la mirada de sus ojos que parece decir: ¡Infelices! ¿Todavía creéis en eso?

 

 

 

 

 

Com Boceto sangriento

Comentario a "Bocetos sangrientos. Matadero"

 

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Esta crónica cuenta las andanzas de nuestro cronista a través de un matadero, buscando algo diferente, pues ya se ha aburrido de examinar a la población, de conocer a algún artista excéntrico, de detallar lugares exóticos y diferentes; yendo a parar a uno de los lugares más crueles, inhumanos y repugnantes. Algunos aspectos importantes:

 

  • Uso de lenguaje refinado.

  • Descripción detallada del lugar y las personas.

  • Sentimiento de asco ante la crueldad de los matadores y ante el público que los mira fascinados.

  • Gusto de la sociedad por actos inhumanos, crueles, llenos de sangre (palabra que se repite muchas veces), la cual inunda los sentidos.

Bocetos sangrientos

Bocetos sangrientos

El matadero

 

 

Cansado de recorrer la población, buscando algo nuevo que admirar; de sentir la nostalgia de un museo en el que los espíritus contemplativos pueden tomar largos baños de antigüedad; de no conocer un pintor que tenga un estudio suntuoso, sugestivo, alocador; de viajar por los países floridos de las quimeras, adonde nadie me quiera seguir; y de presenciar el contagioso e incesante descontento de la humanidad, descontento que se manifiesta generalmente en los niños por majaderías, en los jóvenes por insolencia y en los viejos por intolerancias; resolví marcharme ayer a uno de los sitios más repugnantes de la capital, al Matadero, donde la contemplación del sangriento espectáculo de las bestias incesantemente degolladas, a la par que una sensación inexperimentada, pudiera proporcionarme asunto para una de esas crónicas que me reclaman algunos de mis lectores.

 

Embutido en el tranvía que conduce, en pocos minutos, al lugar mencionado, pero que, como sucede en tales casos, tardó más del tiempo calculado por mi impaciencia, ya para dejar libre el paso a innumerables vehículos, ya para recoger o vaciar pasajeros; llegué algo tarde al término de la excursión, es decir, una hora después de comenzada la matanza, pero sin que la demora me privara de algún rasgo característico de ese espectáculo diario, repugnante, feroz.

 

 

*  *  *

 

 

Atravesando un callejón anchuroso, quemado por los rayos de un sol de fuego, con los pies hundidos en blanda alfombra de polvo, pude contemplar varias cosas. A la derecha, una cuadrilla de presidiarios, con la pica en movimiento y el grillete a lo largo de la pierna, aprendían el oficio de picapedreros, triturando enormes bloques, que al partirse, disparaban una granizada alrededor. A la izquierda, bajo portales mugrientos, agujereados y apestosos, varios hombres robustos, cuchillo en mano y ensangrentadas las ropas, abrían, vaciaban y sumergían miembros de animales en altas latas de metal, de las que emanaba ese olor salado de la carne fresca, que atraía ruidoso enjambre de moscas. Un poco más lejos a la orilla del río, se alineaban las barracas habitadas por las gentes del lugar, semejantes a islotes negruzcos en que han venido a refugiarse los supervivientes del naufragio social.

 

Frente al callejón está el Matadero. Visto desde el exterior, presenta el aspecto de una plaza de toros, de forma cuadrangular, donde pueden cobijarse unas mil almas. Está dividido en tres partes. Las de los extremos son iguales. Ambas están separadas por gruesos troncos de madera humedecida, jaspeados de placas verdosas y salpicados de sangre, de los cuales penden las ropas manchadas de los matadores. Por el centro se desliza la corriente de la zanja, amarillenta por un lado y enrojecida por el otro, refrenado su impulso el dique formado por los cuerpos amontonados de las bestias agonizantes. Alrededor del anfiteatro, se levantan las gradas superpuestas, donde se sitúan las gentes que, ya por gusto, ya por ociosidad, acuden a presenciar la matanza, extasiándose con el espectáculo, trabando amistad con los sacrificadores y enardeciéndolos con sus gritos de entusiasmo.

 

Arrastradas por medio de larga cuerda, salen las bestias del corral inmediato, siendo luego atadas a los postes de tal manera que no pueden defenderse con los cuernos, ni descargar un golpe con las patas. Entonces, los matadores medio desnudos y enardecidos por el olor de la sangre, hunden acertadamente los cuchillos puntiagudos en el cuello del animal, con tal destreza que éste se desploma al suelo inmediatamente sin lanzar un gemido, ni revelar sus sufrimientos. Tan pronto como la víctima empieza a desangrar, se abalanza sobre ella, blandiendo el hacha en la diestra, una turba de hombres que la dividen en innumerables fragmentos, esparciéndolos por diversos puntos.

 

Durante las horas de matanza, allí no se respira más que el olor de la sangre, mezclado al de los excrementos de los animales y al del agua del río, los cuales forman una atmósfera extraña, donde resuenan los golpes de las hachas, el rumor de las ondas y los gritos de los matadores.

 

Y es tal la sensación que produce el espectáculo, que todavía, al escribir estas líneas, me parece hacerlo con sangre, entre sangre y con manos sanguinarias.

 

Universidad Nacional Autónoma de México

Facultad de Filosofía y Letras

Colegio de Letras Hispánicas

Literatura Iberoamericana III

Profesora: Dra. Esther Martínez Luna

Adjunta: Zyanya I. López Meneses

Abril Beltran Balderas

Jesica Fernanda Ayala Mosqueda

Fernando Castillo Valdéz

Marcos Gabriel Ramiréz Fernandéz

Tzamn Xchel Miranda Cortés

 

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